Comienza el poeta latino Horacio su Epodo II con el famoso “Beatus ille qui procul negotiis…” y le responde su coetáneo Virgilio con un “O Meliboee, deus nobis haec otia fecit.”
Podríamos traducir la primera sentencia como: “Dichoso aquel que está lejos de los negocios…” y la segunda como: “Oh Melibeo, un dios nos dio este ocio.”
Y aquí estamos, con el ocio y el negocio entre manos.
A veces, las relaciones semánticas más sencillas permanecen agazapadas y no nos damos cuenta de la presencia de raíces comunes en palabras tan dispares. Y es que el negocio es la negación del ocio.
Nuestro término “ocio” procede del latino “otium” al que al añadirle la partícula negativa “nec–” se transforma en “nec-otium”, evolucionando con el paso del tiempo hasta que surge el “negotium”.
El ocio para un romano era su tiempo libre y como demuestra el origen de la palabra, era la situación natural, porque lo contrario, lo negativo, era el negocio. Primero, en la lengua, fue el “otium”, luego llegó el “negotium”. Así podemos valorar un poco el sentido de la vida para el mundo romano.
Y el negocio se desarrolla en la oficina, en latín “officina”, palabra compuesta por dos raíces, la de “opus” (“obra, trabajo”); y la del verbo “facio” (“hacer”), cambiando la “a” por una “i”, como en el verbo castellano “edificar” que proviene del “aedes ficio” (hacer un templo, una construcción).
Por tanto, la oficina es donde se hace (facio) una obra (opus), un trabajo.
En muchos mosaicos romanos, viene el lugar donde se ha fabricado y así vemos en una esquina “EX OFFICINA” seguido del nombre del operario (otra palabra con la raíz opus), que literalmente significa: “Del taller de Fulanito”, nuestro actual “Made in…”