Todos sabemos que hay marcas comerciales que se han terminado incorporando a nuestra lengua como una palabra más, pasando de nombre propio a nombre común. Y todos podemos poner ejemplos de este fenómeno: fotomatón, clínex, rímel…
Pero seguro que no se nos ocurre decir manzana. Y es que manzana en latín se decía “malum”, pero Gayo Macio (en latín “Gaius Matius”), un botánico romano del siglo I a.C., cultivaba una variedad especial de manzana que, naturalmente, se conocía como «manzana de Macio» (“malum matianum”).
Entonces, al pasar al castellano, podríamos decir que tuvo más éxito el apellido que el nombre. O que la variedad específica terminó designando al fruto genérico.
Fuera por elipsis o por metonimia, o por evitar una palabra que también significaba «malo», lo cierto es que el adjetivo (en su forma en neutro plural, “matiana”), triunfó sobre “malum”.
En primer lugar dio “maçana”, en castellano antiguo y después “mançana”, “manzana” con la ortografía moderna.
No son raros estos traspasos de significado. Lo mismo ha pasado con “hermano”, derivado de (frater) “germanus” (hermano carnal). O, siguiendo con la comida, con el “queso” en italiano y catalán, que tomaron su “formaggio” y su “formatge” de la segunda parte de caseus “formaticum” (algo así como queso moldeado).